Fecha: 13/10/2021
Fuente: Fantova.net
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En el ámbito de la intervención social en nuestro entorno, las organizaciones solidarias, las entidades del tercer sector, se entienden habitualmente dentro de un paradigma de la acción social que podríamos llamar subsidiario o residual, es decir, son concebidas en general como dispositivos para hacerse cargo en lo posible de situaciones o colectivos especiales, excepcionales, cuando otros mecanismos más poderosos fallan. Y en la evolución de los últimos cuarenta años van acostumbrándose a hacerlo, en buena medida, con la financiación y el control de las administraciones públicas.

En ese contexto, la pobreza sería vista como una de esas situaciones de las que pueden ocuparse las entidades de iniciativa social. A veces las personas pobres han sido contempladas como uno de esos colectivos especiales de los que se encarga, entre otros, el tercer sector y otras veces la pobreza se ha entendido como algo que les sucede a varios e incluso a muchos de esos colectivos. En los últimos veinte años, con la generalización del uso de los conceptos de exclusión e inclusión social, cabe decir que el término pobreza ha quedado más circunscrito a la carencia económica o monetaria más que a otras dimensiones de la exclusión social (como la relacional, la administrativa, la laboral, la residencial u otras).

Sin embargo, en estos mismos años también hemos ido elaborando la identidad del tercer sector y se ha planteado otra mirada no subsidiaria y no residual. Según esta visión lo que diferenciaría a las organizaciones solidarias de las públicas o de las mercantiles o incluso de las propias redes de relaciones primarias familiares y comunitarias es la lógica de sus transacciones o el tipo de medios que utilizan, de suerte que, resumiendo mucho, el intercambio sería lo propio del mercado, el derecho y la obligación lo propio del Estado, la reciprocidad lo propio de las relaciones primarias y la solidaridad lo propio de las entidades de iniciativa social.

Desde esta mirada, la aportación diferencial del tercer sector es más bien la de fortalecer la solidaridad con un fuerte acento de acción voluntaria y puede cuestionarse su posicionamiento originario según el cual sólo intervenía cuando algo fallaba en los mecanismos sociales considerados principales. Es un tercer sector, podemos decir, que llega a la mayoría de edad, que adquiere un estatuto superior, que intenta jugar en la primera división de los dispositivos para la integración y el funcionamiento de la sociedad. Emergiendo, genera interfaces interesantes y potentes con la comunidad, el mercado y los poderes públicos. Además, el avance del conocimiento (ético, científico, técnico y práctico) para la intervención social (y para otras ramas de la acción pro bienestar) nos lleva cada vez más a un enfoque universalista, preventivo, colaborativo, comunitario y basado en el conocimiento que casa mal con la vieja función subsidiaria y residual.

Por todo ello, diríamos que, hoy en día, nuestras organizaciones solidarias de acción social se mueven en una tensión entre las fuerzas que las llevan al rincón asistencialista (y además burocratizado por los requerimientos de control público) de hacer lo que otros agentes dejan sin hacer y los impulsos que les mueven hacia el universalismo preventivo, comunitario, colaborativo y productivo basado en el conocimiento. La pandemia y su abordaje seguramente han agudizado esta tensión, casi militarizando o bancarizando algunas organizaciones y revitalizando los dinamismos comunitarios, voluntarios, críticos y transformadores en otras.

Lo que sabemos hoy sobre las condiciones macroestructurales de generación y mantenimiento de las situaciones de pobreza económica y exclusión social (en una suerte de emergencia cronificada) aconseja esforzarse por superar el viejo posicionamiento focalizado y reactivo aunque, obviamente, las organizaciones solidarias tienen tradiciones y compromisos que no pueden abandonar de un día para otro. Se moverán por tanto entre la tarea de acompañar a las personas en situación de pobreza (u otras) sometidas a un régimen de segregación y estigmatización y la de anticipar en experiencias escalables de innovación social maquetas comunitarias de una sociedad sin pobreza ni exclusión. Y entre la capacidad de ayudar a los poderes públicos a cumplir algunas de sus obligaciones en situaciones de emergencia y la necesidad de ser un cauce significativo para la participación colaborativa de la ciudadanía crítica en el gobierno de la comunidad.